INFIERNO
CONVIVENCIAL
La sociedad actual, monstruosa y aberrante, y el sujeto ya
apenas humano que la forma, maximizan el desencuentro permanente, la frialdad
emocional, la descortesía teorizada, el conflicto diario, la soledad
patológica, el odio mutuo y el desamor universal. Hay una hostilidad e incluso
violencia en auge de unos seres humanos contra otros, que está llevando al
derrumbe psíquico y somático de porciones crecientes de la población, empujadas
a la enfermedad mental, a la decrepitud física y al dolor anímico que provienen
de no querer a nadie y no ser queridos por nadie.
Todo ello demanda formular que una de las metas del programa
de la revolución integral sea el derrocamiento revolucionaria de la sociedad
actual, o infierno con vivencial, con el fin de que exista libertad para el
afecto, la convivencia y el amor, dado que hoy sólo la hay para el
aborrecimiento y la pugna interpersonal, la soledad y el desamor.
Los ilustrados dieciochescos crearon el “homo economicus”,
Adam Smith sobre todo, el cual se satisface y realiza con la riqueza material.
Esta formulación, decididamente burguesa, está en la base de los proyectos
“emancipadores” de naturaleza obrerista y social urdidos en el siglo XIX y
todavía vigentes aunque ya en su fase final. Significa que el ser humano tiene
necesidades materiales pero no necesidades espirituales, entre ellas la de
convivir con sus iguales recibiendo y dando afecto. Esto es muy desacertado, y
además monstruoso e inhumano.
La cosa es, asimismo, chusca pues Adam Smith y demás
próceres del economicismo se referían a cuestiones militares, no a la
existencia cotidiana del sujeto común. Su meta era una sociedad de riqueza
material máxima a fin de que Inglaterra pudiera armar una enorme flota de
guerra que le diera la hegemonía planetaria imperialista, como así sucedió. Al
mismo tiempo, esa sociedad tenía que ser de miseria convivencial y espiritual,
para construir al sujeto dócil -por solitario y desestructurado- que obedece y
se somete a las instituciones estatales que le tiranizan y a los empresarios
que le explotan.
Hoy se ha realizado la sociedad con que deliró T. Hobbes,
vehemente partidario del despotismo del Estado. Ya cada ser humano es un “lobo”
para los demás seres humanos, y lo que padecemos es “la guerra de todos contra
todos” con el ente estatal (cada día más policiaco, funcionarial,
tecnologizado, militarizado y poderoso económicamente) vigilando y castigando a
esta inmensa horda de infra-seres que se ignoran y se agreden, la sociedad
actual.
A más desamor más Estado. A más desamor más debilidad e
impotencia del sujeto, y menos lucha por la libertad y menos libertad.
La hostilidad de unos contra otros toma un sinnúmero de
formas. Se trata a los iguales sin respeto, sin cortesía, sin humanidad, sin
hermandad, sin afecto salido del corazón, considerándolos como causa de
utilidades para el ego y nada más, cuando no como presas a las que parasitar y
expoliar. Se agrede a los demás con el desaliño personal, con la palabra agria
y descompuesta, con la “sinceridad” que sólo ve en el otro lo negativo, con el
chismorreo demoledor, con la “espontaneidad” que niega el autodominio necesario
para que la convivencia sea, con la astucia y el maquiavelismo que concibe al
igual como criatura a la que rapiñar y saquear.
La pérdida de las capacidades relacionales y convivenciales
es una de las patologías más aterradoras de la sociedad actual. Ya no hay un
lenguaje del afecto, ni un saber estar en la convivencia, ni una voluntad de
hacer la existencia más agradable a los otros, ni un deseo de servir
desinteresadamente, ni un saber escuchar, ni un negarse a sí mismo por el bien
de los iguales. Todo ello se tapa con fórmulas muertas de urbanidad, sonrisas
que son meras muecas cuando no herramientas de mercadotecnia y un uso abusivo
en ciertos sectores del vocablo “amor”. Es más, las poquísimas personas que
todavía resultan capaces de expresar en actos su afecto son recibidas con
desconfianza y recelo, pues se considera tal manera de ser como una argucia
dirigida a alcanzar no sé sabe que metas secretas…
En tal situación hay que proclamar con la pertinente
solemnidad e incluso prosopopeya que el ser humano tiene necesidades afectivas
y emocionales, que éstas son imprescindibles para su realización como persona y
que si no las satisface enferma, del alma y del cuerpo, y enloquece. E incluso
se quita la vida. Así es, pues la gran mayoría de los miles que se suicidan
cada año lo hacen al no satisfacer sus apremiantes necesidades de cariño,
compañía y erotismo, más que por pobreza material.
Una vida sin afectos no es una vida humana propiamente dicha
sino una infra-vida en la que la persona queda entregada al peor y mayor de los
sufrimientos, la ausencia de amor y de amor al amor.
Han sido aniquiladas en su casi totalidad la amistad, la
simpatía, el compañerismo, la camaradería, la vecindad [1], la cordialidad, el
sexo como erotismo (o sea, con expresiones mayores o menores pero perceptibles
de amor), el enamoramiento, las relaciones de familia, la alegría de estar
juntos, el hacer de uno mismo una obra de arte ofrecida desinteresadamente a
los iguales, la capacidad para realizar tareas colectivas, la vida asociativa
no jerárquica y casi cualquier forma del “nosotros”. Se ha esfumado la simpatía
en el mirar, la comprensión en el estar, la elegancia en el mostrarse y la
gracia en el contar. Apenas queda capacidad de reír unidos ni de de estar
juntos en los malos momentos. No hay ya ritos convivenciales, trabajos en
común, encuentros realmente amorosos, fiestas en las que el mutuo afecto, y no
el alcohol y las drogas, sea lo decisivo.
Hemos sido despojados de una percepción cardinal de la
condición humana, aquélla en la que el otro aparece como amigo en actos y no
como enemigo. Por eso estamos tan enfermos. Por eso somos tristes hasta lo
lúgubre, aburridos hasta lo tedioso, egocentristas hasta lo disfuncional[2],
vacios y superficiales hasta lo grotesco. Somos (fuimos) ricos materialmente
pero en todo lo demás, en lo que afecta a la vida del espíritu, somos
paupérrimos. Y esto nos está, literalmente, matando[3].
En el actual desierto relacional e infierno convivencial no
queda apenas nada más que ruinas y cenizas, entre las que deambulan criaturas
solitarias, cada vez más degradadas del cuerpo y del espíritu, sometidas a
grados descomunales de tristeza, malestar, angustia, ansiedad, depresión y
otras varias formas de sufrimiento anímico, lo que ahora se llama “dolor de
vida”, que el sistema trata con antidepresivos, cuyo consumo ¡se está doblando
cada diez años! En particular, las mujeres han sido hechas consumidoras
compulsivas de píldoras contra la desesperación, ocasionada por ser forzadas a
vivir una vida que: 1) no es humana, 2) no es apropiada en absoluto para las
mujeres, la del actual régimen neo-patriarcal.
Cada vez más personas están indisponiéndose psíquicamente,
enloqueciendo, por causa del agravamiento del conflicto interpersonal y la
pérdida de las prácticas, saberes y capacidades relacionales. Alcanzado un
determinado porcentaje de sujetos disfuncionales por ruina de su estabilidad psíquica
debido a la represión de las necesidades afectivas y relacionales (lo que
incluye la persecución, cada día más feroz, del erotismo heterosexual) la
sociedad difícilmente podrá mantenerse, pues no habrá recursos humanos ni
medios materiales para atender a tantos seres incapaces, disminuidos o
enfermos. Esta es una de las causas profundas de la actual crisis económica de
Occidente, que ni vislumbran los maníacos del economicismo.
La soledad produce pánico, y el pánico hace perder el
juicio. Y el enloquecimiento, cuando como hoy es crónico, enferma. También el
cuerpo, no sólo la mente. Un buen número de dolencias corporales nuevas cada
día más comunes y que hasta hace unos decenios eran rarísimas sólo pueden
explicarse a partir de las formas antinaturales de existencia que el actual
sistema de dictadura impone al ser humano de las clases populares, en primer
lugar la soledad, el odio mutuo y el desamor.
Una mente enferma crea un cuerpo enfermo. La naturaleza ha
hecho al ser humano para la relación y la convivencia pero el actual sistema le
condena a la incomunicación y la represión de su afectividad: de ese conflicto
proviene hoy una parte mayor de la degradación física y psíquica de la especie.
La destrucción de la existencia hermanada con conversión del
individuo en un sujeto asocial incapaz de amar está en el centro mismo de las
revoluciones liberales, siendo uno de los puntos decisivos de su programa,
quizá el más decisivo. En el proyecto liberal sólo hay dos actores, uno es el
Estado hipertrófico (y su criatura, el capitalismo), el otro es el sujeto común
atomizado y aislado, expulsado a pesar de sí mismo de todas las formas
preexistentes de convivencia, sociabilidad, juntas o asambleas de los iguales y
sistemas comunales de trabajo, siempre asociados a fiestas convivenciales. Está
solo frente al ente estatal y por eso mismo desasistido y débil de manera
máxima, impotente para resistir y mucho más para derrocar al nuevo Estado
invasivo, totalitario e híper-tiránico [4].
Por eso la revolución liberal es una catarata de actos
políticos, jurídicos, económicos, amaestradores y propagandísticos que buscan
la individualización absoluta, nadificadora y definitiva del sujeto popular. El
concejo abierto, las formas asamblearias de autogobierno y vida política, que
eran el fundamento mayor, junto con el comunal, del afecto y la convivencia, es
relegado y nulificado. Los bienes comunales, tierras y muchísimo más que
tierras, son privatizados, destruyendo la base económica de la existencia unida
y fraternal, afectivamente muy satisfactoria, de las sociedades preliberales.
Sin vida política ni vida económica colectivista, ¿cómo va a darse el cariño, la
intimidad, la cordialidad, la cortesía y la convivencia en las relaciones
interpersonales, dado que son precondiciones del amor de unos a otros?
El régimen partitocrático enfrenta a las personas entre sí,
lanzando a unas contra otras y creando dolorosas divisiones en el cuerpo
social, por causa de las banderías políticas, en sí mismas insignificativas
pero maximizadas y teatralizadas para dividir, amaestrar en el odio y provocar
desencuentros. La misma función desempeñan el racismo, que enfrenta a las
personas por el color de su piel, cada día más preocupante en sus expresiones
renovadas, los odios promovidos por los fanatismos religiosos, el
enfrentamiento entre generaciones y la pavorosa ascensión teledirigida del
sexismo político, en sus dos formas, misoginia y androfobia.
El trabajo asalariado, esa inmensa maldición sin cuya
erradicación la sociedad actual no puede regenerarse en lo convivencial, lo
ético, lo reflexivo y lo cívico, amaestra en obedecer y en temer, llena los
espíritu de odio, crea un conflicto universal permanente y despoja al
trabajador asalariado de lo más sustantivo de su condición humana, haciéndole
inhábil para las relaciones sin dominadores ni dominados, afectuosas por
horizontales. El Estado de bienestar, apoyado por los peores enemigos del
género humano, “resuelve” y “satisface” con la asistencia estatal lo que
debería solventarse por los procedimientos de mutua ayuda, cooperación y
convivencia, de donde resultaría una expansión de lo afectuoso, y en
consecuencia una satisfacción de las necesidades de devoción, apego y cariño de
las personas.
La competición económica oculta y vela lo que es notable
causa de eficacia económica, la cooperación en el trabajo productivo entre
personas igualmente propietarias de los medios de producción. Dicha competición
lanza a unos seres humanos contra los otros, lleva a formas cada día más
monstruosas y homicidas (además de, cada vez más, suicidas) de codicia y avidez
por el dinero haciendo imposible la convivencia. Al mismo tiempo hay que
señalar que el creciente espíritu competitivo de las sociedades actuales,
hiper-burguesas porque la gran mayoría de lo que antaño fueron clases
trabajadoras se ha adherido a la cosmovisión burguesa del mundo (que es la del
economicismo, o preeminencia de lo económico), crea un conflicto social e
interpersonal creciente en el que se derrochan estúpidamente cantidades
fabulosas de recursos materiales, energía humana y tiempo de vida.
Sin sustituir la competencia por la cooperación en el
trabajo productivo no es posible minimizar el tiempo de trabajo, ofrecer una
vida material decorosa a todos los seres humanos y reducir el consumo de
recursos naturales, limitando o incluso erradicando la devastación
medioambiental. Pero ese gran cambio demanda una revolución social, de
naturaleza integral, y también una revolución interior, que ha de tener lugar
en lo más profundo del corazón de cada ser humano por libre albedrío.
No hay mayor alegría que la del amor mutuo ni mayor goce que
el compartirlo todo. Si la burguesía vive en la posesividad, la competencia y
el odio de unos a otros, quienes sean anti-burgueses de cabeza y corazón tienen
que elegir para sí los valores que nieguen esos disvalores.
La existencia misma del Estado, como gobernante y dominador
del pueblo, establece la peor forma de diferenciación con enfrentamiento y odio
entre los seres humanos. Donde las gentes quedan divididas en mandantes y
mandados, administradores y administrado, amenazantes (cuando no verdugos) y
amenazados, adoctrinadores y adoctrinados, no puede haber afecto mutuo ni puede
edificarse una sociedad en la que el apego y el amor sean universales.
Eso es tan verdad que el actual infierno convivencial, en el
que nos atormentamos, deshumanizamos y parecemos, lo ha construido ante todo el
Estado, en la forma concreta que adopta éste hoy, como ente aberrante y
monstruoso emergido de las revoluciones liberales, que adopta, para seguir el
análisis de Otto Hintze, primero la forma de “Estado liberal” y después la de
“Estado total” o, como ese autor expone, “Estado que interviene en toda la vida
del pueblo”[5], lo que expresa el máximo de despotismo estatal, que nulifica a
la persona y contamina a todo el cuerpo social de relaciones jerárquicas y
desiguales, fundamentadas en el mando y la obediencia, en el temor, el rencor,
el aborrecimiento y la sanción, haciendo con ello imposible las relaciones de
afectuosidad, responsabilidad, participación y afecto.
Una sociedad convivencial, donde el apego y la mutua
asistencia sean la piedra angular de la vida colectiva, ha de ser libre y
democrática, con participación de todas y todos en la vida política y social,
en todas las tareas deliberativas, legislativas, judiciales, fiscalizadoras y
ejecutivas. Eso no sucede ni puede suceder en una sociedad con Estado, porque
en ella sólo hay libertad para expresar y hacer lo que conviene al Estado y
está conforme con la razón de Estado, Además, si el Estado gobierna a la
sociedad es que ésta no se autogobierna a sí misma, y por lo tanto no es
democrática.
Una sociedad entregada a toda tipo de dogmatismos y
fanatismos, desde las teorías académicas a las religiones políticas pasando por
las utopías sociales, que se imponen desde arriba al pueblo y que dividen y
enfrentan a éste, no es espacio para el afecto y realización de la vida
espiritual, no es otra cosa que un infierno convivencial. Por eso hay que
desarticular los aparato de manipulación académica de las mentes, el sistema
educativo, sea “público” o privado, y la universidad, para construir un orden
culturizador sustentado en la libertad de conciencia, la autoeducación popular
y la adhesión, libre y autodeterminada, al saber, la cultura, la verdad y el
conocimiento.
Lo relacional crea comunidad, crea asociación, crea grupos y
equipos viables, crea comunidad, crea “nosotros”. Sin todo eso ahora no se
puede hacer prácticamente nada. Los proyectos colectivos fracasan, en la gran
mayoría de los casos, por el factor convivencial. La vida asamblearia es
escasa, triste y áspera en buena medida porque el sujeto medio contemporáneo no
sabe convivir, es un ser egocentrado, solitario e insociable que no sabe estar
en casi ninguna expresión de lo colectivo, desde la vida erótico-amorosa a la
acción transformadora de la sociedad, que ha de ser, en efecto, agrupada y
asociativa. Por eso la autoconstrucción del sujeto es precondición, y no sólo
epifenómeno, de cualquier proyecto revolucionario que sea eso realmente,
revolucionario.
Ahora bien, proyectar salir del actual infierno convivencial
exclusivamente por la vía de los cambios políticos, estructurales, económicos y
sociales es equivocarse. Tiene que haber una voluntad del sujeto en tanto que
persona diferenciada, delimitada y recogida, como ser humano capaz de plasmar
su libertad personal escogiendo a solas consigo mismo, con responsabilidad y
libertad de elección, el afecto, la convivencia, la hermandad y el amor en
tanto que metas personales.
El amor no es sólo una emoción ni una pasión ni un estado
anímico sino ante todo una práctica. Es más, una práctica que se ha de
convertir en hábito. No hay que esperar a las transformaciones sociales antes
mencionadas para imponerse y exigirse a sí mismo y a sí misma un extenso
programa destinado a hacer sublime la relación con los demás, que lleva a la
metamorfosis de la propia personalidad, desde ser asocial a sujeto afectuoso.
Hay unas normas de la amistad, el compañerismo, la cortesía[6], las buenas
maneras, el espíritu de servicio, la familiaridad, la alegría de estar juntos,
el auto-negarse y el servir con actos de amor que se pueden y deben practicar
ya. No podemos, sólo por la acción individual, erradicar la sociedad infierno
convivencial, cierto es, pero sí podemos con ella vencerla en infinidad de
pequeñas batallas parciales, poniéndola a la defensiva y haciéndola retroceder.
Tiene que haber un compromiso personal y una práctica
personal en el combate por el afecto y contra el infierno convivencial. El
politicismo no es adecuado.
Pero hay que pensar y obrar con realismo, aceptando la
enorme complejidad inherente a las cuestiones tratadas. Nunca habrá una
sociedad convivencial perfecta, ni unos seres humanos que no estén
“bipartidos”, que no sean una mezcla de bien y mal. La reciprocidad es
necesaria, por lo que el otorgar amor debe ir unido a la demanda de recibir
amor. En una sociedad perversa e inmoral como la actual hay que precaverse
frente a parásitos y depredadores. A quienes predican e imponen el odio y el
desamor hay que enfrentarles con firmeza, constancia y valentía, lo que lleva a
conflictos muy fuertes. Toda reducción de la noción de amor a una ñoñería de
parvulario, o a una cursilada de ONG, es rechazable pues el afecto es servir,
esforzarse, padecer, pelear y ser fuertes. Todo eso significar que el amor real
es finito, que va necesariamente unido a formas de desamor y que es imperfecto.
Su irrealidad se realiza en el mundo de la fantasía y su realidad en el de la
práctica social y personal.
Con todo ello recuperaremos, además, la gran tradición
colectivista, convivencial, cordial, asamblearia, jubilosa, comunal, cálida y
fraternal de los pueblos de la península Ibérica, hoy casi del todo destruida
por la hiper-extensión del Estado y la gran empresa capitalista... Felix Rodrigo
No hay comentarios:
Publicar un comentario